RENE
DESCARTES
René Descartes (La Haye,
Turena francesa, 31 de marzo de 1596 - Estocolmo, Suecia, 11 de febrero de
1650), también llamado Renatus Cartesius, fue un filósofo, matemático y físico
francés, considerado como el padre de la geometría analítica y de la filosofía
moderna, así como uno de los nombres más destacados de la revolución.
Biografía
Durante la Edad Moderna
también era conocido por su nombre latino Renatus Cartesius. Descartes nace el
31 de marzo de 1596 en la Turena, en La Haye en Touraine, hoy llamada Descartes
en su honor, después de abandonar su madre la ciudad de Rennes, donde se había
declarado una epidemia de peste. Pertenecía a una familia de la baja nobleza,
siendo su padre, Joachim Descartes, Consejero en el Parlamento de Bretaña. Era
el tercero de los descendientes del matrimonio entre Joachim Descartes,
parlamentario de Rennes, y Jeanne Brochard, por lo que, por vía materna, era
nieto del alcalde de Nantes.
Infancia
y adolescencia
La temprana muerte de su
madre, Jeanne Brochard, pocos meses después de su nacimiento, le llevará a ser
cuidado por su abuela, su padre y su nodriza. Será criado a cargo de una
nodriza a la que permanecerá ligado toda su vida en casa de su abuela materna.
Su madre muere el 13 de mayo de 1597, trece meses después del nacimiento de
René y pocos días después del nacimiento de un niño que no sobrevive.
Educación
La educación que recibió en
La Flèche hasta los dieciséis años de edad (1604-1612) le proporcionó, durante
los cinco primeros años de cursos, una sólida introducción a la cultura
clásica, habiendo aprendido latín y griego en la lectura de autores como
Cicerón, Horacio y Virgilio, por un lado, y Homero, Píndaro y Platón, por el
otro.
El resto de la enseñanza
estaba basada principalmente en textos filosóficos de Aristóteles (Organon,
Metafísica, Ética a Nicómaco), acompañados por comentarios de jesuitas (Suárez,
Fonseca, Toledo, quizá Vitoria) y otros autores españoles (Cayetano). Conviene
destacar que Aristóteles era entonces el autor de referencia para el estudio,
tanto de la física, como de la biología.
El plan de estudios incluía
también una introducción a las matemáticas (Clavius), tanto puras como
aplicadas: astronomía, música, arquitectura. Siguiendo una extendida práctica
medieval y clásica, en esta escuela los estudiantes se ejercitaban
constantemente en la discusión (Cfr. Gaukroger, quien toma en cuenta la Ratio
studiorum: el plan de estudios que aplicaban las instituciones jesuíticas).
Filosofía
El
padre de la filosofía moderna
Al menos desde que Hegel
escribió sus Lecciones de historia de la filosofía, en general se considera a
Descartes como el padre de la filosofía moderna, independientemente de sus
aportes a las matemáticas y la física. Este juicio se justifica,
principalmente, por su decisión de rechazar las verdades recibidas, p. ej., de
la escolástica, combatiendo activamente los prejuicios. Y también, por haber
centrado su estudio en el propio problema del conocimiento, como un rodeo
necesario para llegar a ver claro en otros temas de mayor importancia
intrínseca: la moral, la medicina y la mecánica.
En esta prioridad que
concede a los problemas epistemológicos, lo seguirán todos sus principales
sucesores. Por otro lado, los principales filósofos que lo sucedieron
estudiaron con profundo interés sus teorías, sea para desarrollar sus
resultados o para objetarlo. Este es el caso de Pascal, Spinoza, Leibniz,
Malebranche, Locke, Hume y Kant, cuando menos. Sin embargo, esta manera de
juzgarlo no debe impedirnos valorar el conocimiento y los estrechos vínculos
que este autor mantiene con los filósofos clásicos, principalmente con Platón y
Aristóteles, pero también Sexto Empírico y Cicerón.
Descartes aspira a
«establecer algo firme y durable en las ciencias». Con ese objeto, según la
parte tercera del Discurso, por un lado él cree que en general conviene
proponerse metas realistas y actuar resueltamente, pero prevé que en lo
cotidiano, así sea provisionalmente, tendrá que adaptarse a su entorno, sin lo
cual su vida se llenará de conflictos que lo privarán de las condiciones
mínimas para investigar.
Por otra parte, compara su
situación a la de un caminante extraviado, y así concluye que en la
investigación, libremente elegida, le conviene seguir un rumbo determinado.
Esto implica atenerse a una regla relativamente fija, un método, sin
abandonarla «por razones débiles»...
Los principiantes deberían
abordar la filosofía cartesiana a través de las antes referidas Meditaciones
metafísicas o bien a través de su obra derivada, que es el famoso Discurso del
método, que en sus primeras partes es ejemplarmente ameno y fluido, además de
tratar temas fundamentales y darnos una buena idea del proyecto filosófico
general del autor.
Descartes explica ante todo, qué lo ha llevado
a desarrollar una investigación independiente. Es que aunque él atribuye al
conocimiento un enorme valor práctico (lo cree indispensable para conducirse en
la vida, pues «basta pensar bien para actuar bien»), su paso por la escuela lo
ha dejado frustrado.
Por ejemplo, comenta que la
lectura de los buenos textos antiguos ayuda a formar el espíritu, aunque sólo a
condición de leerse con prudencia (característica de un espíritu ya bien
formado); reconoce el papel de las matemáticas, a través de sus aplicaciones
mecánicas, para disminuir el trabajo de los hombres, y declara su admiración
por su exactitud, aunque le parece que sobre ellas no se ha montado un saber lo
suficientemente elevado.
La
duda metódica
En aplicación de la primera
regla del método, en busca de una evidencia indubitable, Descartes pensaba que,
en el contexto de la investigación, había que rehusarse a asentir a todo
aquello de lo que pudiera dudarse racionalmente y estableció tres niveles
principales de duda:
En el primero, citando
errores típicos de percepción de los que cualquiera ha sido víctima, Descartes
cuestiona cierta clase de percepciones sensoriales, especialmente las que se
refieren a objetos lejanos o las que se producen en condiciones desfavorables.
En el segundo se señala la
similitud entre la vigilia y el sueño, y la falta de criterios claros para
discernir entre ellos; de este modo se plantea una duda general sobre las
percepciones, aparentemente, empíricas, que acaso con igual derecho podrían
imputarse al sueño.
Por último, al final de la
Meditación I, Descartes concibe que podría haber un ser superior,
específicamente un genio maligno extremadamente poderoso y capaz de manipular
nuestras creencias. Dicho "genio maligno" no es más que una metáfora
que significa: ¿y si nuestra naturaleza es intelectualmente defectuosa?, de manera
que incluso creyendo que estamos en la verdad podríamos equivocarnos, pues
seríamos defectuosos intelectualmente.
Siendo éste el más célebre
de sus argumentos escépticos, no hay que olvidar cómo Descartes considera
también allí mismo la hipótesis de un azar desfavorable o la de un orden causal
adverso (el orden de las cosas), capaz de inducirnos a un error masivo que
afectara también a ideas no tomadas de los sentidos o la imaginación (vg., las
ideas racionales).
El propósito de estos argumentos escépticos, y
en particular los más extremos (los dos últimos niveles), no es provocar la
sensación de que hay un peligro inminente para las personas en su vida
cotidiana; es por ello que Descartes separa las reglas del método de la moral
provisional.
Antes bien, sólo al servicio
del método hay que admitir estas posibilidades abstractas, cuya finalidad es
exclusivamente servir a la investigación, en forma semejante a como lo hace un
microscopio en el laboratorio. En realidad los argumentos escépticos radicales
deben considerarse como vehículos que permiten plantear con claridad y en toda
su generalidad el problema filosófico que para Descartes es central, ¿hay
conocimiento genuino? y ¿cómo reconocerlo?.
Soluciones
propuestas
Ahora bien, por un lado, en
la «Carta-prefacio a la traducción francesa de los Principios» Descartes se
refiere a Platón y Aristóteles como los principales autores que han investigado
la existencia de principios o fundamentos (válidos) del conocimiento.
Aunque Descartes no lo
menciona, ambos filósofos piensan que la dialéctica o controversia, donde cada
uno de los participantes procura convencer o refutar a su antagonista, es el
único tipo de argumentación capaz de responder esta pregunta; y en especial, es
muy digna de atención la explicación que da Aristóteles (Met. Γ, 4) de por qué
hay que acudir a este tipo de argumento para alcanzar una prueba de los
«principios». Perfectamente pudo Descartes ver aquí una buena razón para elegir
la dialéctica como procedimiento para indagar la validez de los fundamentos.
Esto es lo que insinúa la
primera regla metódica, si el lector, en lugar de atribuirle en su fórmula el
papel principal a la noción general de evidencia, se lo concede a la (más
específica) de indubitabilidad racional: las ideas tendrán la clase relevante de
evidencia sólo en la medida en que sean apropiadamente indudables, pero es
obvio que no serán indudables mientras haya «ocasión» de ponerlas en duda, y
habrá ocasión de dudar siempre que haya argumentos escépticos vigentes.
Ahora bien, bajo un
argumento como el del genio maligno, p. ej., siempre puede plantearse una duda
que afecte, en términos generales, incluso a las ideas más evidentes:
perfectamente puede pensarse que acaso las ideas evidentes son falsas.
De este modo, si se concede
prioridad a la noción de indubitabilidad, advertimos que la primera regla del
método sugiere un camino para superar la duda: refutar el argumento escéptico
como primera tarea, lo que una vez conseguido, permitiría dejar a salvo de la
duda (y por ende, admitir como verdaderas, de acuerdo con el método) las ideas
que sólo ese mismo argumento permitía cuestionar.
Por otro lado, vimos que
Descartes acepta tres razones para plantear la duda más extrema: esencialmente
son las hipótesis del genio maligno, la de un azar desafortunado y la de una
causalidad natural adversa. Así, si suponemos que Descartes argumenta para
enfrentar al crítico radical, el escéptico, se entiende fácilmente el
desarrollo de tres pruebas (a lo largo de las Meditaciones III y V) que sólo
aparentemente se encaminan a establecer la existencia divina; pues en realidad,
a cada una de estas pruebas puede asignársele el propósito de refutar una de
las hipótesis escépticas.
De este modo, Descartes no
habría buscado «demostrar», en primer término, la existencia de Dios: en cambio
habría intentado vencer dialécticamente a su antagonista en la controversia,
rechazando una razón específica entre las admitidas para plantear la duda más
extrema. Para lograrlo, le habría bastado mostrar que las razones para aceptar
la existencia divina son, en todo caso, más sólidas que las que pueden darse
para implantar las dudas radicales.
Si Descartes alcanza este
objetivo, las dudas más extremas quedarían sin fundamento. Esto, a su vez,
autorizaría al investigador a aceptar ciertas proposiciones como válidas, por
ser racionalmente indudables, al menos, a la luz de los argumentos escépticos
conocidos. Pero Descartes habría dejado en la sombra, sin declarar francamente,
este aspecto negativo de su procedimiento.